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PUBLICADO EN LENGUA CASTELLANA "LA CABALLERÍA MEDIEVAL" DE PIERRE VIAL


«Jamás se había visto en las tierras de los bizantinos hombre semejante a aquel, bárbaro o griego, pues su presencia despertaba la admiración, y su reputación el terror. Para describir con más detalle la fisonomía de este bárbaro, diré que era de tan alta estatura que sobrepasaba en un codo a los más altos, y era esbelto, sin gordura, los hombros anchos, el pecho amplio, los brazos vigorosos. En conjunto, su persona no era ni descarnada ni corpulenta, sino que respondía, por así decir, al canon de Policleto; tenía las manos fuertes y de muy buena planta su cuello y su espalda robustos… Tenía la piel muy blanca, pero en su rostro el blanco se mezclaba con el rojo. Su cabello era blanco . Su barba ¿era rojiza o de otro color? No lo sabría decir, porque la navaja pasaba por ella, dejando una superficie tan pulida como el mármol; sin embargo, en efecto, parecía ser pelirroja. Sus ojos azules expresaban a la vez valor y dignidad. Su nariz y sus aletas respiraban el aire libremente, su pecho estaba proporcionado a sus aletas y sus aletas a su amplio pecho. Se desprendía de este guerrero un cierto encanto, empañado en parte por un algo terrorífico que emanaba de su ser. Porque todo este hombre, en toda su persona, su estatura, su mirada, era duro y salvaje y su mismo reír hacía estremecerse a cuantos le rodeaban. Conformado de tal manera en cuerpo y alma, el valor y el amor se erguían en él y ambos miraban hacia la guerra».

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ADRIANO ROMUALDI: LAS ÚLTIMAS HORAS DE EUROPA

El próximo agosto, se cumplen treinta y cinco años de la partida de Adriano Romualdi. Tenía treinta y tres años, un importante bagaje político y cultural, años de lucha y militancia en las filas de la resistencia europea y un futuro prometedor en la enseñanza universitaria y en el mundo cultural y político italiano. Quizás, otros hubieran sido los pasos del ambiente político alternativo italiano y por ende europeo si Adriano continuara con vida, no lo podemos saber. Sin embargo, su corta vida no fue en absoluto estéril. Puede que como su mentor, Julius Evola, dijo al conocer su muerte, nuestro mundo perdiera aquella trágica noche de agosto a “uno de sus representantes más cualificados”, pero Adriano Romualdi nos legó, a pesar de tan temprana muerte, una parte importante de su pensamiento y es deber de los actuales militantes identitarios europeos difundir estos textos.
Ediciones IdentidaD se estrena con uno de los mejores escritos de Adriano Romualdi, publicado en Italia de manera póstuma en 1976 con el sugestivo título de Las últimas horas de Europa. Adriano Romualdi, sin estériles pretensiones, sin protagonismos superfluos, por pura lucha, fue un gran ejemplo de lo que deberíamos entender por militante, no fue un intelectual, fue sobre todo un hombre de acción, conjugaba perfectamente sus horas de estudio, sus investigaciones y sus creaciones escritas, -realizadas como un ejercicio de combate- con la lucha política y cultural, incluso con el combate en la calle cuando la ocasión lo requería. Todos

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EL PROBLEMA DE UNA TRADICIÓN EUROPEA
No resulta sencillo hallar textos como este ensayo de Adriano Romualdi. Y no sólo por la belleza que siempre ha caracterizado el estilo del autor, a la que no hace demasiada justicia nuestra traducción, sino por la claridad con la que a lo largo de sus páginas se sintetizan el itinerario espiritual de Europa y la voluntad de combate, de resistencia, de quien siente como propios los principios espirituales y los valores éticos que dan forma a aquellos ciclos tradicionales que hunden sus raíces en la Prehistoria Indoeuropea.

Articulada mediante tres ejes, Prehistoria Indoeuropea, Mundo Clásico y Cristiandad, esta obra acierta a abarcar el conjunto de la experiencia espiritual e histórica del hombre occidental. Estas tres eras, por así decir, se conciben como bastidores temporales en cuyo seno nacieron y perecieron diferentes ciclos de civilización, a lo largo de los cuales se constata la pervivencia de una misma Cosmovisión y de una común substancia humana, si bien en los ciclos determinados por el cristianismo, debido por un lado al necesario proceso de «rectificación» de esta doctrina, profundamente ajena a la naturaleza anímica y espiritual de Occidente y, por otro, a la acrecentada importancia demográfica de la población procedente de las áreas no europeas del Imperio, el cuadro se presenta con trazos más ambiguos.

Pero, pese a todo, un sutil hilo entreteje y vincula todo el devenir occidental.

Efectivamente, en diferentes modalidades y siguiendo diversas formas de expresión, el principio de la «no-dualidad» y su desarrollo en la doctrina de los estados múltiples del ser, se muestra como la esencia y fundamento de todos los ciclos desarrollados en el marco de esas tres épocas: de las Upanişad a Heráclito, de Platón a Sidharta Gautama y de Plotino y la Aurea Catena al Maestro Eckhart, sus ecos resuenan en el Canto de Aimirgin del Leabhar Gabhala o en los versos de Taliesin y se manifiesta a través de grandiosas metáforas en la Völuspá o en las imágenes que evoca la representación de Şiva como Nataraja. Y no otro es el trasfondo del fragmento del Somnium Scipionis ciceroniano aquí reproducido.


Mediante juegos de hipóstasis, danzas de ideas y de formas, el Principio se despliega necesariamente a través de la manifestación. En nuestro Universo, un concepto va a actuar como eje, como arquetipo fundamental: el «Orden» (rita, moira...), principio que va a conformar el horizonte de toda acción cósmica y, por tanto, también humana: la ascesis y la ética, la urbanística y la guerra, el cultivo de los campos («Aquel que siembra el grano, cultiva el Orden» podemos leer en el Avesta) y el culto a los Dioses... Un principio que en todas las imágenes que adopta ofrece al hombre testimonio de lo sagrado.

No obstante, nada más alejado de un tratado de metafísica o de un estudio sobre historia de las religiones que este soberbio ensayo de Adriano Romualdi. Las referencias a autores como Walter Otto, Hans F. K. Günther, Walter Wüst, Franz Altheim o al pensamiento de un Nietzsche, un Evola o un Guénon, más que apoyos de carácter argumental, constituyen confirmaciones, testimonios ofrecidos por espíritus que han experimentado una paralela tensión hacia lo alto, resuelta en función de las propias ecuaciones personales, o que han mantenido frente a la problemática espiritual europea posiciones de firme compromiso. Porque la lucha a muerte que las estirpes «surgidas del más Alto Septentrión» han desencadenado en cada ciclo por instaurar el Orden no es sino la lucha que cada hombre nacido en su seno ha debido, y debe también hoy, emprender para instaurarlo en sí mismo.

Nos atreveríamos a afirmar que, en verdad, este ensayo compone un canto a lo que la Tradición conoció como «Vía de la Acción», un sendero en el que el fin, la «Identidad Suprema» en fórmula de ecos búdicos y vedantinos, se concibe como algo a conquistar, como victoria sobre las potencias que producen avidya, ignorancia de la identidad entre «sujeto individual y universal», por utilizar los términos empleados por Romualdi. Esta concepción como combate de la relación del hombre con lo sagrado queda patente en las páginas que el autor dedica a describir, de manera plástica, los rasgos espirituales que no sólo ligan a los diversos ciclos occidentales, entre los que quedan comprendidos con toda justicia tanto el Irán medo-persa como la India arya: «...y, así, lejos de implicar pasividad, la práctica contemplativa supone una actividad que se compara habitualmente con un fuego de temperatura tan alta que no muestra ni llama ni humo (...) El camino del Vedānta es sobre todo actividad»(1) , sino que caracterizan también a las pervivencias, resistencias en verdad, de aquella sabiduría originaria, como el «sufismo» o la «mística germánica», que sobrevivieron, perseguidas y acosadas, por poderes políticos y religiosos que estaban animados por percepciones de lo sagrado, lo político, lo cultural o lo social profundamente ajenas al ser europeo(2) .

Tensión metafísica, pero también orden y belleza formal que en ella encuentran su raíz. Es en este ámbito de lo «formal» donde la Hélade y Roma nos ofrecen los más serenos ejemplos de arquitectura política y humana, plasmaciones del canon clásico, kalokagathía helénica y humanitas latina, de las que la Roma republicana y la Esparta doria constituyen arquetipos en los que el mito deviene historia.

No estamos, por tanto, lo hemos dicho ya, únicamente ante un erudito e, insistimos, bellísimo ensayo sino ante algo que se abre hacia horizontes mucho más vastos. Este texto pretende, ante todo, colocar al hombre europeo frente a sí mismo, ofreciéndole caminos por los que buscar su identidad perdida, caminos que exigen un insoslayable recurso a la acción. Pero, a la vez, constituye una indagación sobre los verdaderos fundamentos de la realidad actual y sobre la naturaleza y sentido de dicha acción que Europa debe llevar a cabo. Para Adriano Romualdi, y ello denota su enorme capacidad de comprensión, no se trata tanto de que los europeos tomen «posición frente» al mundo, aunque al final, quizá, así haya de ser, sino más bien que asuman su «responsabilidad ante» el mundo: el «fardo del hombre blanco», en gráfica expresión de Kipling que el autor hace suya. Puesto que, en verdad, si sólo la desnaturalización de Occidente, aquel alejamiento de las vías de la Tradición que le eran propias, pudo desatar fuerzas que han llevado a la totalidad del planeta a esta situación casi desesperada, únicamente la capacidad y la energía de Europa, reorientadas y reintegradas en la concepción del mundo que fue nuestra, verdaderamente nuestra, podrán poner freno al desastre y harán posible remontar tantos milenios de deslizamiento hacia la nada.




(1) Ananda K. Coomaraswamy, El Vedānta y la Tradición Occidental, Madrid 2001, p. 18.



(2) Es posible que para algunos lectores, familiarizados con la terminología «tradicional» no encuentren adecuado el uso de términos como «mística» o «misticismo» en los contextos en los que los emplea el autor. En efecto, como explica Ananda K. Coomaraswamy (op. cit., p.18), «Lo que habitualmente se entiende por misticismo implica una receptividad pasiva», actitud ajena a las vías espirituales que se reivindican en esta obra. Sin embargo, estos términos resultan muy usuales en los ámbitos académicos occidentales, lo que si bien, por supuesto, no supone garantía de corrección, sí que explica su uso. No obstante, en nuestra opinión se trata más bien de la voluntad de recuperación por parte del Autor de todo un campo semántico de origen helénico cuyo sentido originario, se ha oscurecido. Una recuperación ya sugerida, por ejemplo, por A. K. Coomaraswamy (op. cit., p. 18), Titus Burkhardt (Esoterismo Islámico, Madrid 1980, p. 23-24) o M. Lings (Un santo sufí del siglo XX, Madrid 1982, p. 34).

Por otro lado, la acertada caracterización que hace el autor del sufismo persa resulta aplicable al sufismo en su conjunto (véase, por ejemplo, R. A. Nicholson, Poetas y Místicos del Islam, Ciudad de Méjico 1945; F. Schuon, El sufismo: velo y quintaesencia, Barcelona 2002; Henry Corbin, El hombre de Luz en el sufismo iranio, Madrid 2002 y La paradoja del monoteísmo, Buenos Aires 2003), a pesar de las opiniones que sostienen lo contrario (W. Stoddart, El Sufismo, Barcelona 2002 o, más matizado, M. Lings, ¿Qué es el sufismo?, Madrid 1981).

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LA LUCHA POR LO ESENCIAL.

¿Cuál es, para Pierre Krebs, intelectual de origen francés y residente en Alemania, principal animador en tierra germana de la Nueva Cultura Europea nacida de las cenizas de la Nouvelle Droite, la «lucha por lo esencial»? Dicho rápidamente: el mayor desafío al que nos llama la modernidad moribunda, la batalla decisiva, aquélla que implica cualquier otra contienda no es otra que la de la Identidad contra la Decadencia, la lucha por la regeneración étnica y cultural de los pueblos europeos bajo la enseña de una renacida consciencia pagano-indoeuropea, contra el Occidente etnocida nacido del judeocristianismo. El Occidente, de hecho, en la visión krebsiana, no es otro que la conclusión del proyecto igualitario claramente formulado ya en la predicación bíblica. Un Occidente como Anti-Europa, que comprende no sólo a América sino a esa parte enferma de Europa que reniega de sí misma, de sus raíces, de su destino, que no engloba en sí misma «ni la Europa de filiación griega heraclitiana, ni la Europa de filiación romano imperial, ni la Europa de filiación germano faústica, ni la Europa de filiación céltico druídica, ni la Europa de filiación monista eslava».
Un Occidente que se pretende «moderno» pero que es sólo «actual», fosilizado, como está, en todas sus formas esenciales, por «arcaísmos mentales hebreos del Antiguo Testamento», completamente privado de dinamismo faustiano propio de la civilización europea. Un Occidente, finalmente, que resulta ser un verdadero y propio «Sistema para matar a los pueblos», según la definición de Faye de los primeros años ochenta. Esta función etnocida se desarrolla, para Pierre Krebs, en tres momentos fundamentales: en una primera «fase política», la institución de la democracia orgánica basada en la realidad etnocultural, sobre el modelo griego, viene sustituida «por la institución vagabunda y cosmopolita del Parlamento»; en la segunda fase «jurídica», se pretende que las constituciones de todos los Estados del mundo se inspiren en un único modelo americanoformo; finalmente, en el momento «ideológico», es la misma integridad territorial y étnica de cada pueblo la que se desintegra. Es la fase actual, la de la sociedad multirracial, basada en el desenraizamiento biológico y cultural de toda comunidad étnica. Sociedad multirracial que, a despecho del nombre, se basa fundamentalmente en el rechazo del dato racial y étnico, oponiendo el dogma políticamente correcto a los datos cada vez más evidentes que vienen de los estudios científicos. En la lucha contra esta máquina devastadora de culturas, pueblos y comunidades, así como en la renovada afirmación de nuestra identidad graneuropea, las inteligentes reflexiones de Pierre Krebs, nos pueden, sin duda, servir de valiosa ayuda.